2 may 2010

Hombre Perro II


Síntesis del post anterior: Resulta que una vez yo cumplí años, eran épocas en las que se me daba por festejar a lo grande. Hice una kermesse, con unos juegos que en ese entonces me parecían una divinura. Entre los invitados, un colorado anónimo me dio charla durante toda la noche. Cuando aparecimos en su habitación, yo quise decir algo así “¿el baño?” (y no, no es que confundiera su habitación con el baño, es que lo mío era urgente) pero en lugar de eso una llamarada espesa de morrones, cebollas, muzzarella y mucho fernet, salió de mi boca como una estampida. Me dijo que me llevaría a mi casa. Fuimos. Subimos. Yo tenía el cerebro en piloto automático, el cuerpo, en punto muerto. Esa noche nada más pasó. Lo saludé y me dormí.
Cierto día, el niño perro decidió volver… yo no le había dado mi teléfono, ni mi mail, él apenas recordaba la puerta del edificio....

Una amiga de aquellas épocas, luego de una trifulca familiar, se había quedado a vivir en casa. Cierta vez yo volvía del gimnasio (épocas en las que iba al gimnasio) sudada y con mis peores ropas llegué a casa, para mi sorpresa, de espaldas, leyendo en su notebook, la que sería su futura novela, el hombre perro, whisky en mano, me saludaría con la naturalidad del local.

Mi amiga adicionó:  tocó el timbre, lo hice pasar.

Ante lo dado es difícil retroceder en el tiempo y pensar, hice lo único que estaba a mi alcance: darme un baño.

Al salir, me esperaba la mesa servida, la comida humeante, y dos que compartían los secretos de la comida que juntos habían elaborado.

Si, ellos eran lo más parecido a amigos circunstanciales, como esos que uno va arremolinando cuando anda mucho tiempo de viaje.

La noche siguió entre relatos de alto contenido humano, de mi incomodidad inicial, de la sensación de invasión extrañada a la aceptación de entender que la vida guarda tanto de azar como de embestida.

También hablamos de la Ciccolina y de sus gustos zoofílicos, de las experiencias con caballos, con burros y con perros.

Mi amiga se retiró a dormir, continuamos la charla de a dos. El Hombre Perro asumió que su fealdad se compensaba con su exquisito saber general, su memoria gigantesca, sus grandes narraciones, sus buenas dotes de escritor. También dijo que la primera vez con alguien era única, descubrir el placer de recorrer un cuerpo desconocido, sabores y sensaciones, que la primera vez con otro era un suceso imborrable, que la clave estaba en pasarla bien, relajarse para entregarse a fondo…

Me convenció, un poco porque sospechaba que esta vez me costaría pedirle que se fuera, otro poco porque tenía sueño, y otro por curiosidad, qué va…

Unos besos tímidos oficiaron de arranque, luego, en la habitación, él no tuvo mejor ocurrencia que jugar a Tarzán el musculoso. Me alzó contra el placard, quedé sentada en las alturas con tan mala suerte que una de las perillitas de la puerta se acomodó con violencia entre mi cuarta y quinta vértebra. Grité a puro dolor. Él me giró con torpeza y me arrojó en la cama, con tan poca pericia que mi cuello dio de lleno en el filo. Otro grito desconsolado. Lo miré, quise que mi mirada le recordara aquello de la importancia de la primera vez, que la clave estaba en pasarla bien, en relajarse para entregarse a fondo…

Y ahí, los ojos del hombre perro se inyectaron de placer, arrancó una secuencia digna de porno vernáculo. El Hombre Perro entraba y salía, uno dos, uno dos, uno dos, con expresiones del tipo: ahhh, si, así, ahhh, si, así, ahhh, si, así, yo intenté hacer contacto visual, hasta que su autismo canino, me hizo abandonar toda tarea, sólo quería que concluyera y que se fuera. Y finalmente dormir.

Sus sonidos guturales fueron en aumento, indescifrables, escandalosos. Hacia el final, un aullido demoledor en mi oído derecho dio fin a su tarea. Un aullido de perro en celo, de chancho en llamas.

Bajó de la cama, en cuatro patas, comenzó a respirar. Intentaba bajar la velocidad de su respiración. Sí, en cuatro patas. Yo lo miraba con cara de nada, pero por dentro quería reírme un buen rato en soledad sin animales a la vista.

Volvió a la cama, me abrazó, qué linda sos, me dijo. Me dijo: ¿te gustó? Quise decir: ¡pufff! Pero mi cara fue más que elocuente, volvió a abrazarme, cruzó sus patas por mi cintura y comenzó a roncar.

Yo pensaba en esa película de damier, en la que el tipo toca un botón y la tipa cae como por un túnel. Sí, eso necesitaba, no verlo más, hacerlo desaparecer por arte de magia.

A la mañana, lo fui rápido. Cuando subí a mi habitación entre las sábanas encontré una cadenita de eslabones gruesos, con una chapita rectangular con su nombre.

Quise decir: ¡guau! Pero ya era demasiado….