9 mar 2010

¿Acaso sueñan las mujeres chiquitas con hombres gigantes?

¿No te dabas cuenta que era una provocación?

Cierta noche de verano, una amiga que ya no lo es, me invitó a una fiesta. En la fiesta ella conocía a dos o tres, y se escurrió entre risas conocidas, en la espesura de la noche. Yo, quedé ahí, conmovida por el ruido entre caras anónimas, sin nada que hacer. Pensé en esfumarme, en salir de raje de ese lugar. Pero la sed pudo más y me quedé. A veces, una circunstancia menor, releva los planes de un escapista confeso. A mi me pasa así. De pronto mi aparente estatismo silencioso, se transformó en acción. Un tipo hablaba de las tejas que quedan muy lindas en esos tipos de techo, que reemplazarlas, conseguirlas igualitas era tan difícil como sacarse la grande. Que de todos modos, las ausentes serían reemplazas, que no, que no valdría la pena llamar a un arquitecto. Que incluso en la terraza, la membrana estaba de maravillas. El tipo, en la cocina, señalaba con precisión los arreglos futuros de la casa. Yo, después de ver en la mesada duraznos,  una licuadora y un ron, le pregunté si podía preparar daikiris.

Para eso están. – dijo.

Me sentía mejor. Tenía algo que hacer mientras esperaba el retorno de mi amiga.

Un poco así como Marx decía que el hombre se realiza en el trabajo. Un poco así me empecé a sentir cuando los que entraban en la cocina se anotaban en la lista de futuros daikiris, cuando me preguntaban por las cervezas, los vasos, el baño. Un pequeño arsenal de saber que había amontonado mientras pelaba las frutas… mientras echaba el hielo, el azúcar, y la medida a ojo del ron.

De la primera tanda, no pude separar un vaso para mí, entonces me vi forzada con cierto agrado a repetir la tarea. Si, lo hice otra vez. Pero el cuchillo había cambiado de manos. Un nosequién altísimo se había sumado a pelar.

Me gustan las mujeres que hacen y callan. – dijo.

Me pareció un idiota más, lo di por muerto y fui a buscar más hielo. Al regresar, el tipo alto había pelado las frutas, había echado el ron y el azúcar. Faltaban los hielos y los sumé.

La mujer en la cocina, chiquitita, callada, qué placer...- dijo.
Mi mirada evitó cualquier comentario. El tipo alto sirvió varios vasos, separó dos, y se fue a repartir los restantes a los que bailaban en el patio. Ahí, ni antes ni después advertí, en ese gesto solícito de servir a los demás, que tal vez y a pesar de sus dichos, tenía algo que me gustaba.

Al volver, tomó los dos vasos que había separado, me miró, y sonrió con una sonrisa de soborno.

Vení, piba, vamos a la terraza ...– dijo, mientras esperaba una respuesta positiva de mi parte.

Lo seguí, un poco incómoda o confundida. Vi sus piernas largas subir de dos en dos la escalera a caracol, vi su nuca pelada, sus brazos lánguidos, la inmensidad de sus dedos abrazando los vasos.

En la terraza no había nadie. Nos sentamos, por sugerencia de él, en un techito de chapa y también por sugerencia de él, brindamos.

¿No te dabas cuenta que era una provocación? – dijo, después de probar el daikiri y pasarse la mano por la pera.

Advertí el juego. Me reí.

Después me contó que había nacido en Mendoza, que había estudiado en Córdoba y que desde hacía siete años había adoptado a Buenos Aires como ciudad para vivir.

Y después ... entre cigarrillos que él me ofrecía, miramos el cielo, y empecé a conocer los recorridos de su vocación. Me habló de las estrellas, señaló las constelaciones que se veían desde nuestro hemisferio, y de Galileo, Copérnico, de tal y tal, y mientras el cielo reservado, era nuestra mejor compañía.

Mi amiga subió a la terraza.

No te encontraba por ningún lado... - dijo, pero no a mi, sino a él. Comprendí que estábamos en esa fiesta por él. Que mi amiga quería con él.

¡Vamos!  – dijo, esta vez a los dos.

Entendí que debía descontar mi presencia de ahí. Bajé a buscar mis cosas. Al verme, unos que aplaudíeron, pedían más daikiris.

La chica del daikiri. – dijo alguien.

El hombre alto me siguió, me dijo que podíamos ir a su casa, a desayunar o a dar vueltas por ahí hasta que amaneciera. También a patear tachos.

Mi amiga nos asignó un lugar a cada uno en su auto. A mi me mandó atrás con otros dos a los que yo no conocía, a él lo sentó a su lado. Yo fui la primera en bajar. Saludé y me metí en mi casa. Otra vez, alguien que me gustaba se escurría de mi vista.

Tal vez esa fue la razón de más peso a la hora de distanciarnos mi amiga y yo. Y no tanto que ella no escuchaba o que era lo más parecido a una oligofrénica. Ella tenía con la gente ciertos títulos de propiedad y a pesar del trabajo acumulado entre frutas peladas y provocaciones, de la charla y las estrellas, el tipo alto era de ella. Y punto.

En esa época yo aún miraba tele. Al acostarme la encendí, y si hasta ahí la noche no tenía el mejor epílogo. Lo tuvo después, cuando en I-Sat encontré por desliz Buffalo 66. Esa fue la primera noche que la ví.