23 abr 2010

El hombre perro

Como todos suponemos un hombre perro no existe en lo concreto, pero si existe en los peores recuerdos de quien escribe.

Resulta que una vez yo cumplí años, eran épocas en las que se me daba por festejar a lo grande. Hice una kermesse, con unos juegos que en ese entonces me parecían una divinura. Ya sé que el paso del tiempo traduce ciertos hechos lamentables en comedidos, pero lo que es a mí, los juegos me gustan mucho, antes y ahora. Por ejemplo, había una tabla de planchar, con muchos soldaditos en hilera, y en fila, y a una distancia prudencial, había que disparar con una pistolita dardos en forma de sopapa y derribar la mayor cantidad de soldaditos. Fue un éxito, el ganador se llevó premio. Los premios eran baratijas compradas en Once, del tipo: un cisne transparente con un líquido en el que se movían unas monedas doradas, su función principal: detener libros. También habo un “adivine la melodía”, divididos en dos grupos, los invitados debían hacer sonar una corneta cuando descubrieran nombre, autor y cantante del tema en cuestión. Un fiasco. Hablaban a la vez, no se escuchaban bien los temas que mal editados en cassette, daban un aspecto lamentable a todo el cumpleaños.

También hubo pizza amasada de varios gustos y fernet-cola.

Entre los invitados, un colorado anónimo me dio charla durante toda la noche. Teníamos mucha vida en común, estudios, profesores, lugares de la infancia, lecturas. Lo digo una vez sola: él nunca me gustó. Peeeero, era tan divertido e inteligente (de niño había sido prodigio, con premios y bilingüe) que mi corazón de niña boba lo adoptó en sus brazos sin más.

De mi casa partimos todos a una fiesta, el alcohol en sangre suele ser el paso obligado de cualquier jovencita dispuesta a pasarla bien (o mal...) Y así fue. Por partida doble. Completamente irreversible, fernet hasta en las uñas de los pies…

Debo confesar que fuimos a su casa; él era hermano de un conocido (menos por mí) periodista de rock. Así que los cuatro, incluída la novia tonta del hermano, seguimos la noche escuchando música, recuerdo lo del rock británico, anécdotas de músicos y groupies, que el tiempo y la distancia se encargaron de borrar.

Cuando aparecimos en su habitación, yo quise decir algo así “¿el baño?” (y no, no es que confundiera su habitación con el baño, es que lo mío era urgente) pero en lugar de eso una llamarada espesa de morrones, cebollas, muzzarella y mucho fernet, salió de mi boca como una estampida. Él me abrazó, después me confesó que nada lo fastidiaría más que limpiar la alfombra recién instalada. Cuestión, me desfondé por boca. En su remera, en su pantalón, en síntesis, todo él quedó embebido en una sustancia fermentada y olorosa.

Me llevó al baño, aferrada al inodoro entre risas, (porque en las situaciones de incomodidad extrema a mi se me da por reir) lo ví por primera vez desnudo.

Me dijo que me llevaría a mi casa. Fuimos. Subimos. Yo tenía el cerebro en piloto automático, el cuerpo, en punto muerto.

Intentaba abrir la puerta de mi casa pero no lo conseguía. Él dijo una frase que nunca olvidaré: “¿estás segura que esta es tu casa?”, al tiempo que una pareja de ancianos abría la puerta. Eran los vecinos del 6to C, y yo vivía en 7mo C. Él me alzó al hombro y subimos por la escalera el piso restante. Esta acción con el tiempo, me pareció pura hipérbole, ¿por qué no subir el piso por ascensor?

Esa noche nada más pasó.

Lo saludé y me dormí.

Cierto día, el niño perro decidió volver… yo no le había dado mi teléfono, ni mi mail, él apenas recordaba la puerta del edificio....

(to be continued)