18 feb 2010

¿Tengo poderes?

Tomé por Oro. Ya lo había hecho unas dos veces más: repetición de un trayecto. En la primera, llovía. Bajé del subte, comprobé que las duplicaciones eran parte de mi vida: me dejé en el subte el paragüas. Caminé bajo la lluvia con el recuerdo presente de alguien que alguna vez había dicho “corir bajo la lluvia”, porque era francés y todavía no se llevaba bien con el castellano ni con las “e” ni con las “erres”. En la segunda, tomé para el lado contrario, y el pensamiento anduvo encorsetado en el recurrente fastidio de alguien que se pierde entre las calles. De hecho, esta vez fue diferente. Mientras caminaba esas cuatro cuadras por Oro, un pensamiento me tomó por asalto “Gaudio y Kloosterboer. Esas fotos en las que salieron en diciembre. Sí, esas fotos… En las que se los veía sonrientes desde la ventana de un bar. En las que se hablaba de rumores de reconciliación. A la vista de todos, Marcela y el Gato, recuperando el tiempo perdido. ¿Irían a un bar para que todos los vieran? Para mostrarse. Para molestar a sus ex: para cantar “pri” a modo de venganza… Porque las fotos quedan fijadas a la retina de quién las mira, lo sabemos. Porque son evidencias. Pruebas de vida. Los dos sonrientes, tomando café en un bar…”
Al terminar Oro, ahí por detrás de la Rural, Cerviño hace una pancita de menos de una cuadra. Confiada en el camino, esta vez mis pensamientos seguían haciendo desfilar imágenes de ese amor o de esa mentira. Que el “Gato” esto y aquello… Y en esas, pensando durante cuatro cuadras en Gaudio, ¡zas! golpe certero de realidad: mi paso se interrumpe ante una mesa en la puerta de la confitería “Nucha”. En la mesa, sonriente, tomando café con un fulano: Gaudio. CANCHERO…. una sonrisa de dientes blanquitos … CANCHERO … Presa del shock, frené horrorizada, lo miré entre estremecida y desconcertada. Si, era él. El mismo que había venido conmigo estas cuatro cuadras. Ahora, frente a mí. Ahora, sonriente. Ahora, sentado, tomando café. Y me quedé ahí, prolongando un stop durante cinco segundos, sin pestañar, sin comentar que el producto de mi sorpresa, con las manos abiertas, temblando, era otro. Gaudio, presumiendo, tal vez, que el stop era el gesto descabellado y acostumbrado de una de sus fans, accedió entre CANCHERO y gauchito a darme la mano, a traerme hacia su cuerpo, a darme un beso en la mejilla.
Llegué a casa y busqué las fotos de aquel romance furtivo de café. Quería comprobar si las fotos estaban tomadas en el bar por el que yo había pasado esa tarde. Sí, quería pruebas. Releí una nota: “esta vez, el lugar elegido fue el Café Martínez, situado en la esquina de Oro y Libertador, cercano a los domicilios de ambos, donde cada uno llegó por separado para luego sí compartir una mesa. Allí, en ese atardecer porteño, hubo risas y miradas cómplices, como si el tiempo se hubiera suspendido”
No, no era el mismo bar. No, era café Martínez. De todos modos, Gaudio era Gaudio.

¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de haberlo sentado en el café a fuerza de pensamientos recurrentes?